Mi boca ha pronunciado y pronunciará,
miles de veces y en los dos idiomas que me son íntimos,
el padre nuestro,
pero sólo en parte lo entiendo.
Esta mañana,
la del día primero de julio de 1969,
quiero intentar una oración que sea personal,
no heredada.
Sé que se trata de una empresa que exige una sinceridad más que humana.
Es evidente,
en primer término,
que me esta vedado pedir.
Pedir que no anochezcan mis ojos sería una locura;
sé de millares de personas que ven y que no son particularmente felices,
justas o sabias.
El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas,
de suerte que pedir cualquier merced,
por ínfima que sea,
es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro,
es pedir que ya se haya roto.
Nadie merece tal milagro.
No puedo suplicar que mis errores me sean perdonados;
el perdón es un acto ajeno y solo yo puedo salvarme.
El perdón purifica al ofendido,
no al ofensor,
a quien casi no le concierne.
La libertad de mi albedrío es tal vez ilusoria,
pero puedo dar o soñar que doy.
Puedo dar el coraje,
que no tengo;
puedo dar la esperanza que no esta en mí;
puedo enseñar la voluntad de aprender lo que se apenas o entreveo.
Quiero ser recordado menos como poeta que como amigo;
que alguien repita una cadencia de Dunbar o de Frost
o del hombre que vio en la medianoche el árbol que sangra,
la Cruz,
y piense que por primera vez la oyó de mis labios.
Lo demás no me importa;
espero que el olvido no se demore.
Desconocemos los designios del universo,
pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia
es ayudar a esos designios,
que no nos serán revelados.
Quiero morir del todo;
quiero morir con este compañero,
mi cuerpo.
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