miércoles, noviembre 28, 2012

Otra vez estoy sola


Yo sigo a la vida tal como se me presenta

De la misma manera que seguiría el vuelo de un ave.

La sigo y no la discuto.

Lawrens van der Post.

 

 

 

            Son las siete y quince de una mañana de octubre a cuatro mil metros sobre el nivel del mar desayuno un tazón de café con leche y esparzo sobre la blanca espuma pintitas de canela. Huelo el aroma antes de beber y me impregno de colores y sabores desconocidos. Unto una tostada con dulce de cayote. Mi lengua deshace lentamente lo fibroso y muerdo un triángulo de queso con nuez. Un balcón con vista al lago y elevaciones montañosas son mis sedantes naturales.

            Dedos de terciopelo suben por mi espalda. Hace calor. Ese fuego intenso se apodera de mí y siento que soy un racimo de flores de ceibos que se desangra en los turquesas cristalinos del espejo de agua. El sol rota para pintar muros y puentes con una paleta desganada de tantas pinceladas dóciles que ensayan una turba extraña de tonalidades desconocidas. Una jarra transparente con jugo de naranjas bien helado se posa en mi mesa y la vierto sobre la copa de cristal para sorberlo lentamente y refrescarme y corro y corro en búsqueda del barrilete azul que se enganchó en la ladera del anfiteatro tallado a puro viento sobre rocas puntiagudas. El vibrato de la soprano me eleva y subo y subo. Allí está mi hermana, me tomo de su mano. Llegué al paraíso y disfrutamos juntas un tiempo sin tiempo, sin relojes ni horas acompañadas de fragancias que la brisa trae desde lejos. Nubes de arándanos abortan en el cielo y nos teñimos de dulzor violáceo y somos marcianas enganchadas en los anillos de Saturno. Papá nos llama. Su voz grave se hace eco y atraviesa desiertos y valles. De la mano ambas volamos hacia él estacionándonos en un lapacho amarillo. Se enturbian mis ojos. Me protejo del sol. Otra vez estoy sola. El hornero cuida su nido y el vuelo del halcón me inclina para conversar con los pumas y zorros escondidos entre las matas de la selva cuando nadie nos ve. Caigo sobre una tuna y las espinas se clavan en mi espalda. Grito, duele. Sólo cardones de compañía que visten el desierto, las ruinas, la pobreza de mi casa de chapa y madera con algunos ladrillos de adobe y techo de paja. Sobre la cocina de leña las manos de mi abuela revuelven en una olla enorme y pesada trozos de zapallo y cal viva. A la noche me lanzo a recorrer la vida como se derrama el vino en la mesa y surjo en medio de este caos cotidiano  en que fieras y hombres se disputan las flores, el sol, el oro. Y soy escritora que relata sobre la vida y la agonía que aparece con la muerte. Mi pluma es ave que vuela en torno de una rama que la vanidad de un día ventoso dejó trunca.
 
Susana Ruggiero
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