Cuando se reconocen todas las partes de uno mismo se
descubre la alquimia interior, que es todopoderosa.
Equivale a estar invitado a un baile de máscaras,
donde hay infinidad de convidados. Allí el juego
consiste en identificar a cada uno de los personajes
y llamarlo por su nombre. En el momento en que se
descubre su identidad, ocurre algo mágico e
incomprensible: el enmascarado desaparece sin dejar
rastro. La transmutación interna es algo parecido,
se trata de hacer consciente lo inconsciente. Con
solo esta práctica podemos liberarnos de las cargas
emocionales que hasta ahora nos han pintado la vida
de tragedia.
En cada ser existe un rincón oculto donde habitan
las partes de sí mismo que quedaron inconclusas y
ahora buscan completarse. A ese sitio le llamamos el
niño interior, porque contiene dentro todos los
aspectos inmaduros de nuestra personalidad. Ese niño
interno permanentemente gime: "dame, dame, dame",
nunca está conforme, y siempre quiere más. Cada
momento doloroso del pasado vive en este espacio,
esperando ser cambiado, y su inconformidad se
proyecta al tiempo presente para pedir ayuda.
En el baile de máscaras, al que hoy hemos sido
invitados, vamos a dedicar una mirada a ese niño
interno abandonado, que solo requiere la atención de
una mirada, para cambiar su llanto en sonrisas.
Antes de abordarlo debemos comprender que él es la
suma de todos los aspectos rezagados de nosotros
mismos. Podemos estar anclados en carencias de amor,
de comprensión y de ternura, que congelan nuestro
presente en la actitud terca de recibir sin dar nada
a cambio, manifestando como resultado relaciones
insatisfactorias.
Un niño está polarizado en
recibir, porque es claro que él no puede prescindir
del apoyo que le dan los adultos para su
supervivencia. Pero, en su madurez, el ser humano
debe alcanzar el equilibrio entre el tomar y el dar.
Hay la tendencia a creer que el pasado no es
modificable, pero dentro de cada ser humano hay la
fuerza para cambiarlo todo dentro de sí mismo.
Pongamos el ejemplo de alguien que, después de
pasadas varias décadas, todavía se lamenta de que
sus padres no le dieron la oportunidad de estudiar,
y en cambio lo pusieron a trabajar desde temprana
edad. El pasado afecta al presente porque el niño
interno herido sigue llorando la oportunidad que no
tuvo, y por ello el adulto culpa arbitrariamente a
los padres de todos sus fracasos. Si en vez de
alimentar rencores, la conciencia del adulto
completa la experiencia del niño, los resultados
pueden ser pasmosos. En este caso la terapia es
crear una meditación guiada, donde el adulto hace el
papel de padre. El observa internamente al niño en
su rincón llorando, lo toma en sus brazos y le dice:
"Comprendo tu dolor porque no tuviste oportunidad de
estudiar. No podemos cambiar el hecho de que tus
padres tuvieran necesidad de tu trabajo, pero yo te
voy a apoyar para que puedas completar tu educación,
tal como lo has deseado". Si al dicho sigue el
hecho, esa carencia se transformará en inmensa
satisfacción.
En el niño interno habitan cuatro grandes familias
de miedos, que en el camino de la vida tenemos que transformar. Ellos son: el miedo a perder, el miedo
a enfrentar, el miedo a ser abandonado, y el miedo a
la muerte.
En el miedo a perder, la inseguridad se
pone una coraza defensiva para aparentar ser su
opuesto. Entonces en el baile de máscaras lo
identificamos vestido de orgullo, soberbia,
impaciencia, agresión, ira, autoritarismo, fanatismo
y toda su corte de afiliados. El miedo a enfrentar,
en el papel de víctima se disfraza de pudor,
timidez, susceptibilidad, cobardía, indecisión y
todas las tonalidades de auto destrucción e
inferioridad. El miedo a ser abandonado trae consigo
los celos, la posesividad, la vanidad, la
sobreprotección, la baja autoestima, y la necesidad
de manipular. Y el miedo a la muerte porta muchas
caretas, entre ellas: la desconfianza, la tacañería,
los apegos, las fobias, la rebeldía, y la histeria.
Pretender controlar algún aspecto indeseable de
nosotros mismos es tarea imposible, si el
inconsciente manda y nuestra vida se halla
encadenada a reacciones instintivas. Pero si la
conciencia hace la conexión, llevando luz hasta la
raíz misma del problema, el niño interior desaparece
y el adulto se hace cargo. El secreto es atreverse a
vivir el pasado nuevamente, pero con la conciencia
del adulto, que comprende, acepta y aporta las
soluciones.
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