martes, septiembre 20, 2011

CONCORDIA: de Susuru

A veces suelo ir al Parque de la Concordia para sentarme debajo del añoso ombú, el único del lugar. Siento que es como ir a la casa de un amigo fiel para que me abrace. Y me quedo reflexionando profundamente acerca de los diferentes misterios que nos presenta la vida cotidianamente. Mientras pienso y reflexiono, acaricio una raíz que está fuera de la tierra. La miro, la observo y la toco. Y visualizo una forma, la de un hombre descansando. Sin dejar de posar mi mano sobre ella intento captar algún mensaje oculto en esa forma, en ese rústico marrón viejo, arrugado, algo roto y agrietado recostado sobre el verde césped recién cortado del parque. Los rayos de sol se colaron por esas grietas e iluminaron mi mente. Y con esa tibia luz matizando el instante en el que siento que vos, que yo, que nosotros, que ellos, que todos, somos como ese árbol. Que las cosas viejas o muertas son semejantes a todo aquello que descansa en nuestras raíces. Son lo que nos sostiene para podernos elevar en el follaje de nuestras vidas y acercarnos hacia lo más alto. Sigo pensando y me digo: conocer y mantener limpias y sanas nuestras raíces nos arraiga en cualquier suelo…es nuestra riqueza interna que nos sostiene, de allí provienen nuestros frutos y nuestros pájaros libres. Al mismo tiempo me voy dando cuenta que un árbol sin bichos, sin savia, sin hojas y sin pájaros carpinteros que hieran su corteza, quizás no tendría vida. Las heridas y las llagas son parte de la vida de este ombú, de este árbol, que me da sombra, que me cobija, que me permite venir a visitarlo. Y me doy cuenta que me gusta este y no otro cualquiera, porque anida vida en él y sin embargo permite que lo lastimen. Todo esto le aporta diversidades que vuelven a sostenerlo, a erguirlo, a renovar su follaje y a recomenzar como sostén de un nuevo ciclo en su función de continuar dando vida, cubriéndose de colores, de fragancias, de mariposas, de gotitas de lluvia, de savia, de esperanza, aunque sean muy visibles sus cicatrices, algunas más recientes que otras. Yo misma con mis caricias guardo en ese lugar mis fracasos, mis recuerdos buscando consuelo para mis días tristes y savia nueva para volver a empezar, para conectarme con las pasiones alegres, para construir nuevos modos de transitar este parque de mi barrio Ensimismada en mis pensamientos un hombre joven, muy delgado y harapiento se acerca y me pide dinero para comer. Mientras busco en el bolsillo le pregunto como se llama, que edad tiene, Abriendo su boca desdentada y reseca con apestante olor a alcohol escucho: Cholo, 45 años. Un billete de dos pesos pongo en su mano y se aleja a paso cansado, arrugado y desteñido por la vida. ¿Qué vida? ¿Cómo la del árbol o la de un espantapájaros? ¿Para qué me encontré con Cholo? ¿Quién me lo mandó? ¿Habrá algún Cholo en nuestra familia oculto a las supuestas verdades que tejieron la historia? Lo sigo con la mirada y me doy cuenta que se detiene otra vez a pedir dinero y así continúa su camino dentro del parque, recaudando lo que otros le dan. Cansado de andar se tira sobre el césped y saca de su bolsa una botella de ginebra que ingiere casi con desesperación mientras un pedazo de pan seco lo tritura para darle de comer a las palomas. Y rodeado de las aves queda adormecido, en tanto que se acerca una tormenta no anunciada. Las hojas crujientes y resecas se desprendieron fácilmente de los árboles y se pegotearon en mi cara transpirada. El parque se despoblaba. Cholo no se inmutaba. Caminé hacia Rivadavia y me refugié en el shopping. A través de los cristales de los locales observaba la lluvia, la avenida casi desierta, el bar con muy pocos ocupantes. Me senté en una mesa. Diminutos huevos de pascua envueltos en papel dorado llenaban una canasta a la espera de ser adquiridos y regalados el próximo domingo, se exhibían sobre la barra de Caffemar junto a diferentes calidades de café en grano para la venta. Viernes de otoño, viernes santo, día de ocres y oros, de baladas tristes sonando a lo lejos. La pantalla gigante de la TV muestra escenas con fondo de nuestras exuberantes Cataratas del Iguazú. Es un fragmento de la película La Misión. Las imágenes me invaden engarzando en esmeraldas y rubíes este viernes otoñal a punto de desvanecerse mientras el chocolate y la canela del capuchino de hoy se hunden en la espuma blanquísima de la leche y un bombón de ciruela se disuelve en mi boca. Susana Ruggiero DERECHOS DE AUTOR.